martes, 3 de agosto de 2010

La década de la prisa

¿Tamborilea nerviosamente con los dedos en la mesa mientras espera a que el microondas le caliente el café instantáneo? ¿Almuerza a toda prisa mientras va de un sitio a otro? ¿Contesta el teléfono mientras lee las comunicaciones de correo electrónico, y responde estas mientras ve la TV? En ese caso, según James Gleick, autor de Faster: The Acceleration of Just Abour Everything, probablemente sufre del síndrome de apresuramiento, enfermedad que, para él, caracteriza a nuestra década.
«Las computadoras, las películas, la vida sexual... ahora todo es más acelerado que nunca», sostiene Gleick. «Y cuanto más nos cargamos de aparatos y de estrategias para ahorrar tiempo, más apurados no sentimos.»
¿A qué se debe eso? ¿Por qué nos sentimos tan agobiados en la cocina si disponemos de máquina lavavajillas? ¿Cómo podemos impacientarnos si en menos del tiempo que nos toma pegar un sello de correos podemos despachar una comunicación a cualquier rincón del mundo? Son esas las contradicciones que se puso a investigar Gleick, redactor científico del New York Times y autor del best-seller Chaos.
«Soy de los que hacen muchas cosas al mismo tiempo. De los que se ponen a pensar qué pueden hacer durante los 90 segundos que tarda el microondas en calentar el café», dice con aire de culpabilidad. «¿Ha observado que ver la televisión está derivando en otras actividades? Ya no nos conformamos con mirar; tenemos que verla con el control remoto en la mano. Y aunque la tenemos encendida, también estamos sentados ante el computador.» Eso nos lleva a plantearnos la segunda cuestión que inquieta a Gleick: la tecnología ha acelerado nuestra vida, pero, ¿estamos en condiciones de adaptarnos a su ritmo?
«La respuesta es que, evidentemente, no estamos en situación de amoldarnos a un paso tan rápido --explica--. Nos estamos acarreando un sinfín de enfermedades con tanto trajín. He hablado del síndrome de apresuramiento, pero se podría decir que la sociedad se ha vuelto frenética.»
Seguidamente relata esta anécdota sobre Jorge Washington. Se cuenta que cuando se retiró a su plantación se moría de soledad hasta tal punto que enviaba a esclavos a esperar junto al camino para invitar a los transeúntes a cenar con él. Hoy en día nos aqueja un mal que es todo lo contrario. Tenemos demasiado contacto unos con otros y demasiados artilugios. Nos atestamos los bolsillos de bípers, teléfonos celulares y computadoras de bolsillo --el último modelo permite conectarse a la Internet en plena calle--, y nos quejamos de sobrecarga de información.
Nos cuesta entender --dice Gleick-- que en el ataque de 1941 a Pearl Harbor culminó una travesía de once días por parte de la flota japonesa, que no fue detectada debido a un vacío de datos, o que 2000 personas murieron en 1815 en la batalla de Nuevas Orleáns, quince días después de haberse firmado un tratado de paz en Londres. Contamos con que la información aparezca en todas partes, lo antes posible.»
Pero esas expectativas nos han dejado también exhaustos, acosados y agobiados por la presión de los incesantes mensajes que llegan por fax o correo electrónico suscitando un engañoso sentido de urgencia. Ya hay médicos que están observando una adicción a los aparatos buscapersonas y los remedios rápidos.
Lejos de darnos más libertad, los artefactos pensados para ahorrar tiempo nos vuelven más impacientes todavía. Ese es otro síntoma del síndrome de apresuramiento. «Reconozco que ya se me hace lento imprimir con una impresora láser que hace seis páginas por minuto --cuenta meneando la cabeza--. Y eso que antes metía las hojas a mano una por una. Aunque me tomara todo el día, era un milagro: me ahorraba semanas.
»Esa sensación de impaciencia, ese atiborrarnos de información... Lo hacemos todo más rápido de lo que habría sido posible hace nada más diez años. Sin embargo, si lo pensáramos, bien, nos daríamos cuenta de que nos parece tan lento que nos saca de quicio.»
La consecuencia es que se han modificado nuestras expectativas de lo que es posible, normal y entretenido. «Fíjese en esa serie de cuentos de un minuto. Cuesta imaginarse a uno diciéndoles a los amigos que ha comprado un libro que se lo lee a su hijo en minuto. Y hay toda una serie, y se vende. Es difícil pensar en qué se puede hacer en los diez minutos que se ahorran al no leer un cuento más largo a nuestros hijos a la hora de acostarlos. La gente no sabe en qué emplear el tiempo.
»La mayoría vivimos a un ritmo vertiginoso --dice--. Nos quejamos, y sin embargo no eliminamos nuestra dirección electrónica. Nos gusta estar conectados. No estamos interesados en dar un giro radical y volver a una vida más sencilla.
»¿Se ha fijado en esos comerciales con vaqueros que pasan por la televisión de EE.UU.? Parte de la mentalidad norteamericana consiste en tener la idea de que no hay nada mejor que dormir bajo las estrellas en medio del campo. No obstante, los tipos que trabajan en esos anuncios se mueren por regresar a la ciudad. Aunque todos sabemos que no tenemos tiempo para la contemplación, para meditar a solas, a la hora de la verdad, no estamos tan ansiosos por tener la oportunidad de meditar.»
TIMES DE LONDRES

No hay comentarios:

Publicar un comentario